La simulación debe continuar

En la última semana causó conmoción en Argentina el episodio del joven estudiante de secundaria que, en medio de una clase, sometió a la profesora a una catarata de burlas, amenazas y agresiones verbales y físicas ante la mirada de sus compañeros, muchos de los cuales festejaban la escena y hasta uno de ellos filmaba el video que terminaría difundiéndose en Internet (www.clarin.com…).

Previsiblemente, no es difícil conectar diversos fenómenos de la cultura actual con un hecho como éste. Tanto el notorio fracaso del tándem educativo-familiar para manejar la fase formativa de las nuevas generaciones como la exacerbación de la expresión situacional de ese déficit, parecen imponerse frente al vergonzoso posicionamiento de la oficialidad docente -que velozmente clamó la no representatividad de un “hecho aislado”-, e inclusive ante las lecturas propensas a circunscribir el problema a una segmentación geográfica o socio-económica.

Pero uno de los detalles más llamativos fue la actitud de la profesora que intentaba seguir dando la clase hasta las últimas consecuencias, recitando el texto de su exposición mientras era zangoloteada rudamente por el alumno, y delante de un auditorio que difícilmente pudiera abstraerse de la absurda situación para extraer algún tipo de conocimiento de ese injertado “guión”.

Esta postura del estilo “el show debe continuar” ilustra de manera caricaturesca la profunda alienación y negación de la realidad circundante que afecta transversalmente a un sistema educativo formal que, ante su creciente incapacidad para ser “educativo”, es capaz de aferrarse al aspecto “formal” hasta el punto mismo de la perversión.

Inspirada en la matriz cultural de la que es una de las protagonistas principales y representativas, la educación central se encomienda al cinismo para galvanizar su vapuleada razón de ser, sabiendo que un universo de sponsors parentales no se desbocará con exigencias que ellos mismos no pueden satisfacer en el resto de los ámbitos, y por ende “hará la vista gorda”. “Acuérdense que, a la hora de ser padres, ustedes antepusieron la naturalización a una evaluación de condiciones genuinas y sustentables. Sus hijos no son otra cosa que el producto de esto.”, podría atajarse la Academia.

¿Existe mayor subsidio que la naturalización? El título de padre encabeza la fila de las acreditaciones que mutan en commodities degradados: el rol incuestionable por sobre la factibilidad y la decisión, la representación por sobre el contenido.

La propensión a la farsa es, entonces, una convención lógica porque aparentemente permite al conjunto disfuncional padres-educación prorrogar la eclosión de los costos hacia un futuro indeterminado. “Los traemos al mundo pero tienen que pagar la cuenta”, pareciera ser la letra chica que no deja de enturbiar la nobleza de la receta clásica para saciar el tan mentado instinto de trascendencia.

El montaje, de esta forma, convoca al tercer factor: los jóvenes. Tan profundo ha calado el espíritu aleccionador de las sesiones “a la Kevin”, similares o matizadas, que si hay una enseñanza que se aprende es la del “¡Siga, siga!”. En definitiva, la profesora de la anécdota cumplió su contrato de transmitir el concepto tácito, la instrucción real, de que la inercia disfrazada de persistencia requiere de un aislamiento demencial.

Al llegar a la universidad, el nivel de expectativas es tan bajo que es difícil encontrar estudiantes que realmente esperen de esta etapa algo más que un título y una red de contactos sociales, sometiéndose mansamente a los despropósitos curriculares y organizativos que cada vez más ostentan los establecimientos superiores de diversas latitudes. Sólo un adiestrado apichonamiento generacional puede explicar una tolerancia tan poco crítica para con el “camino único”.

Pero la cuestión de la formación y el entrenamiento sigue estando ahí, por más esfuerzos que se hagan en pos de disimular los desbarajustes. Las condiciones tecnológicas actuales permiten constituir esquemas alternativos de desarrollo humano para una creciente diversidad de perfiles en los cuales la gravitación de las aptitudes reales desplaza a un segundo plano a la ansiedad de obtener una acreditación “formal”.

Y por sobre todo, un esquema independizado de la paquidérmica institucionalidad oficial no sólo puede, en muchos casos, transmitir conocimientos y experiencias de una manera más eficaz, sino que representa un espacio que previene de la naturalizada imposición de obsoletos contratos sociales que reproducen una actuación vacía y con pocas perspectivas de sustentabilidad.

Los desafíos de la época están esperando una nueva actitud que, inspirada en la asunción de la responsabilidad, cambie la participación en el mantenimiento de una ficción por el protagonismo en la construcción de una realidad consistente.

Carlos Lavagnino
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