Propensión cultural

Por Greta Struminger

“Hemos entrado en la era de la genética orientada al consumidor. En un extremo del rango de precios podés obtener un análisis completo y secuenciación de tu genoma de la empresa Knome por $99.500. En el otro podés obtener un muestreo de rasgos, riesgo de contraer enfermedades e información de herencia genética de la empresa 23andMe por $399”, dice el psicólogo Steve Pinker, para ejemplificar el grado al que ha llegado el estudio de la genética y su aplicación práctica. Ya entrados en el siglo XXI, lo que antes se proponía como materia de obras de ciencia ficción, ahora es una realidad no sólo tangible sino incluso comercializada.

Para quienes buscan un cómodo refugio a la conciencia que les permita rehuir a la responsabilidad de tomar las riendas de la propia vida, se trata de buenos momentos: ¿para qué el esfuerzo si nuestros genes ya anuncian qué es lo que va a ocurrir?

La creencia difundida -hasta el punto de formar parte del sentido común- de que condiciones como la hipertensión, la obesidad o el cáncer emanan, principalmente, de alguna extraña herencia genética combinada con los conocidos “hábitos poco saludables”, da carta blanca a la promoción de formas “ligeras” de concebir la propia acción. Estos posicionamientos laxos están muy asociados con conocidos discursos del estilo “si no es por X es por Y”, al mismo tiempo que caminan a la par de teorías de neurociencia cognitiva que postulan que la mente se encuentra preconfigurada y responde a propensiones innatas.

Los ya mencionados servicios de decodificación del genoma, junto con otros que, por ejemplo, pretenden exponer de antemano si un hijo será un gran deportista, o qué trabajo elegirá, dan mucho que pensar sobre la situación en que se encuentra la predisposición a la acción transformadora. La aprobación de este tipo de información revela una situación de corrosión en la concepción misma del hombre. Lejos de ponderar con equidad y como complementarios los diversos aspectos que hacen a su integralidad, priman algunos sobre otros (el campo biológico por sobre el del comportamiento, por ejemplo), provocando un deterioro en la capacidad innovadora que parte de asumirse como agente responsable.

Pero el fenómeno no se limita a iniciativas empresarias: en el seno mismo de la comunidad académica surgen discursos facilistas como el de Nir Barzilai, según el cual “los centenarios pueden tener estilos de vida “poco saludables” y salirse con la suya”, haciendo extensiva a la totalidad de la humanidad conclusiones basadas en un estudio realizado sobre personas que nacieron 95 a 112 años atrás y que vivieron en un ambiente y con una calidad de vida distintos a los actuales, generando interpretaciones seductoras pero imprudentemente fundamentadas.

A su vez, la prensa juega un rol especial en fomentar estas lecturas simplistas a través de la redacción de notas de escasa calidad sobre materia científica, con titulares poco rigurosos pero muy rimbombantes e igualmente dañinos, al estilo: “Los genes presagian una vida centenaria” o“Longevidad: ¿quién tiene los genes de la larga vida?”.

Lo llamativo del asunto es que se origina en la ciencia: el hombre, en su afán por trascender la inmanencia, utiliza esta herramienta para lograr comprender e incidir en el mundo que lo circunda (¿qué es si no la curiosidad científica?), y termina legitimando, bajo el sello de “realizado con método científico”, cierto tipo de adelantos que atentan contra el mismo espíritu que inició la marcha.

El desarrollo de la genética, en sus múltiples variantes pero específicamente en la medicina, ha sido como cualquier otro en la ciencia a lo largo de la historia de la humanidad. Un descubrimiento aleatorio o intuitivo empieza a cobrar cada vez más vigor en función de alguna de dos prerrogativas fundamentales: que los hechos parezcan confirmar la certeza del fenómeno, o que su contenido sea tan anhelado que a pesar de las contramarchas en la investigación y las limitaciones que surjan, se continúe insistiendo, que su potencial lo haga permanecer en agenda.

Es la segunda prerrogativa la que nos interesa, la relación directamente proporcional entre lo deseable de un descubrimiento y el énfasis que se pone en su desarrollo, en conexión con la pregunta de qué es aquello de nuestra cultura que lo hace tan ansiado y cuál es el impacto que puede generar en ella. Sin cuestionar la veracidad de estos desarrollos, lo que buscamos entender es cuáles son sus efectos en el complicado vínculo entre individuo, salud, enfermedad y longevidad, y cuál es la manipulación discursiva e informativa que se ejerce ubicuamente a partir de estos descubrimientos -y que es cómplice del estado general de la cultura.

Todo este escenario constituye un ejemplo del funcionamiento de la dinámica de creación y perpetuación de la cultura central: múltiples agentes de distinto signo son sus cómplices y conspiran fomentando un discurso y una práctica afines a sus planteos básicos. La ingenua fascinación por este tipo de fenómenos y la aceptación acrítica de cierta información por parte de la sociedad en general, son al mismo tiempo causa y consecuencia de esta exposición mediática. 

Esta conjugación no hace más que crear una espiral ascendente de argumentos que defienden que la realidad, desde toda área y en sus múltiples facetas, se encuentra predeterminada, y es por lo tanto irreversible. Mentalidad peligrosa que promueve la fabulación e inacción en las que descansa la supervivencia del estado actual de las cosas.

Quien sospeche que la predisposición a la vida o a la muerte es cultural y no genética, no sólo cuenta con el capital básico para construir una vida más larga y sustentable: también entrena la capacidad de hacerle replanteos de fondo a la cultura y decidir sobre su suscripción a cualquier tendencia que ella le quiera imponer.

Riorevuelto
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