Llegando los lobos

Charlie Hebdo era, hasta hace unos pocos días, una publicación de dudoso gusto a la que la gran mayoría del público le daba la espalda. Esta indiferencia quizás se debiera a que, desde su barricada de irreverencia rústica, Charlie mostraba la podredumbre de su propia sociedad arremetiendo contra casi todo símbolo que ostentara consenso. La razonable ofensiva contra el orden religioso (no sólo el Islam) constituía una recurrencia esperable, ya que permitía reforzar su debatible idea de “periodismo irresponsable”, en donde la acidez extrema hacia lo injustificadamente sacro emergía como el último gesto acusatorio posible de una poética encerrada en las limitaciones evolutivas de dos instituciones: el periodismo y el progresismo.

Charlie Hebdo era, en cierta medida, un lobo solitario de la cultura. Para algunos, descendiente ajado de las huestes de Mayo del 68, se las rebuscaba para seguir en carrera no sin dificultades económicas, gambeteando amenazas y hasta un ataque con bombas incendiarias en 2011.

Los hermanos Kouachi, a su vez, eran dos marginales criados en condiciones miserables que hace tiempo que estaban identificados como eventualmente peligrosos, como tantos otros lobos latentes a los que, sin embargo, el sistema estatal, por razones técnicas, no puede detener preventivamente sin resentir aún más el actual esquema de libertades civiles.

Si Al Qaeda representaba un primer modelo de descentralización, con requerimientos decrecientes para lograr operativos de alto impacto (organizar el ataque a las torres costó menos de USD 1 millón y un proceso de entrenamiento relativamente precario), todavía mantenía un viso de centralidad a través de la utilización de un lenguaje estratégico clásico vinculado a la política: atacar un centro financiero, comercial, de transporte o simbólico.

Este episodio, en cambio, marca un nivel de descentralización significativamente mayor, en el cual el supuesto choque de culturas centrales se canaliza a través de acciones que tienen una granularidad tan fina que parecen más encuadrables en actos mafiosos en vez de prácticas terroristas.

De hecho, si la función cultural de este atentado hubiera sido generar terror a gran escala, hubieran elegido un blanco susceptible de generar identificación masiva, como podría ser algún medio “mainstream” productor de banalidades o, en grano más fino, algún aletargado “instagrameador” de lugares comunes.

Pero el ataque cayó en un exponente visible del enemigo transversal que tienen todas las culturas centrales: la crítica. Sobre todo la crítica hecha contra viento y marea, contra propios y extraños, con limitaciones materiales y de estilo, pero infatigable, y erguida desde un lugar sorprendentemente pequeño y cercano a la escala del individuo.

La lucha entre lobos solitarios, muchas veces dirigidos invisiblemente por intereses y lenguajes que los exceden, marca una vez más la aceleración del protagonismo de los sistemas culturales profundos como dinamizadores de los desafíos contemporáneos y la habilidad evolutiva de los sistemas centrales para gestionar conservadoramente la descentralización de la complejidad resultante.

Pero cuanto más relevante es el plano de lo cultural, más estratégico es el bastión emancipatorio de la crítica. Las culturas centrales parecen haber tomado nota y hacen su jugada en consecuencia. Autor: Carlos Lavagnino
Fuente: rro

Carlos Lavagnino
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